miércoles, 24 de junio de 2009

Internet no es un hipermercado, tampoco la biblioteca de Babel que imaginó Borges, ni un nuevo territorio a colonizar. No es la solución mágica a las desigualdades económicas, culturales y sociales ni la panacea para la educación, la salud pública y la democracia que prometen tecno-predicadores de todos los orígenes. Internet es y será lo que con ella hagan sus usuarios. Y millones, decenas de millones de personas utilizan diferentes aplicaciones de la Red para comunicarse entre sí. A veces lo hacen por cuestiones profesionales o de estudio, en muchos otros casos para mantener vivos vínculos afectivos nacidos en otros ámbitos o sencillamente buscando establecer nuevas relaciones. Hay quienes usan Internet como un medio para comunicarse con amigos y familiares, y también hay quienes la utilizan como una plataforma para buscar un amor verdadero, un romance pasajero o una pareja sexual ocasional. Millones de hombres y mujeres de distintas edades y condiciones sociales se escriben por e-mail, participan en chats o buscan pareja o amigos en los innumerables sitios de contactos que se encuentran en la web. Algunos lo hacen para divertirse; otros, necesitados de afecto y compañía, aspiran además a encontrar el amor bajo cualquiera de sus formas y disfraces. Lo cierto es que cada vez es más difícil encontrar a alguien que no conozca a nadie que tenga o haya tenido una relación amorosa y/o sexual nacida o desarrollada en Internet (sin embargo, pocos reconocen ser o haber sido protagonistas de una relación en la red). En lugar de fingir indiferencia o entusiasmarse ciegamente con la aparición de estas nuevas formas de relacionarse tenemos que preguntarnos que representan socialmente, a qué necesidades, a qué carencias responden, qué fantasías satisfacen.
Internet nos permite recuperar el espíritu de encuentro de las antiguas plazas públicas. Plazas de espacios amplios, con bancos para sentarse, rodeadas de edificios públicos y comercios. Plazas de antaño que afortunadamente en algunos sitios aún perduran, en donde la gente se reunía con amigos, conocía a nuevas personas, hablaba con desconocidos sobre todos los temas, y asistía masivamente a actos públicos y manifestaciones políticas. Plazas con vendedores ambulantes, con niños jugando y parejas de enamorados paseando y besándose. Un espacio abierto para el encuentro y el intercambio, para fiestas, poetas, filósofos, enamorados, para estudiosos y jugadores, policías y soñadores, para niños y ancianos, hombres y mujeres, para ricos y pobres. Vivimos en sociedades en las que paulatinamente han ido disminuyendo los espacios en donde conocer nuevas personas. Internet, plaza sin territorio físico, es un espacio simbólico cuyos usos se van conformando a través del tiempo en una continua pulsión entre las prácticas de los usuarios, el desarrollo tecnológico, las imposiciones e intereses comerciales y las disposiciones legales presentes y futuras. A medida que avanzan la prevención, la desconfianza y el miedo hacia los otros, el espacio público se ha ido vaciando de lazos afectivos y sociales. En este contexto, Internet adquiere una creciente dimensión social, política y cultural que tiene su reflejo en la aparición de nuevas formas de establecer y mantener relaciones afectivas de distinta índole. El chat es la herramienta comunicativa más utilizada para estos fines.
El chat se puede describir como un sistema de comunicación sincrónica mediada por ordenadores. La forma más habitual es el chat de texto, modelo comunicativo basado en el uso de la palabra escrita en el que todos los indicios corporales están ausentes. El chat y los distintos servicios para el intercambio instantáneo de mensajes a través de medios electrónicos establecen modos de comunicación escrita asimilables en varios aspectos a formas orales de comunicación. El chat le da a la escritura una dimensión espacio temporal marcada por la inmediatez en la trasmisión de los textos que impele a reproducir el ritmo de una conversación. Requiere una fluidez en la escritura que hace que en muchas ocasiones los interlocutores prefieran dejar de lado las reglas gramaticales y ortográficas en busca de obtener una mayor eficacia comunicativa. Esto hace que sea habitual, en especial entre la progresiva popularización de las webcams (pequeñas cámaras de video adaptadas especialmente a la transmisión de imágenes de video a través de la web) ha dado lugar a la aparición de formas híbridas de chat en las que los interlocutores se vean mientras se escriben. También se puede encontrar, especialmente en los jóvenes, el uso masivo de abreviaciones y contracciones que han ido creando un nuevo sistema de codificación en el que las vocales empiezan a ser sacrificadas al mismo tiempo que se utiliza un número creciente de símbolos icónicos, conocidos como emoticones, que a modo de pictogramas electrónicos son utilizados para describir estados de ánimo, situaciones, personas e incluso algunas acciones. Nuevas formas de decir por escrito que buscan recrear la agilidad e informalidad de una charla entre amigos.
En el chat somos quienes decimos ser y como lo decimos. No necesariamente esto corresponde a quienes somos realmente. Para chatear es más importante el dominio del lenguaje escrito que títulos, propiedades y aspecto físico. En la red, vamos construyendo un personaje literario hecho con retazos de uno mismo y de quien aspiramos o tememos ser. Literatura efímera cuyo objetivo, casi siempre – en particular en el caso de los “encuentros” con desconocidos - es la experiencia lúdica y, eventualmente, el sueño del amor. El único indicio que los participantes de un chat tienen del otro son sus palabras, que separadas de cuerpos e historias personales, sirven como constancia de la presencia (presumible cuando no se utiliza una webcam) de alguien tecleando al otro lado de la pantalla.
Todos tenemos la necesidad de contar historias, de re inventarnos continuamente, todos tenemos la necesidad (no siempre asumida) de generar espacios imaginarios… de encontrarnos con nuestras fantasías, con nuestros deseos y miedos, de abrirnos en algún momento a los aspectos menos (re)conocidos de nuestro ser .
El chat de texto permite entrar en una escenificación basada en la construcción de personajes en un juego de suplantaciones en el cual todos los participantes saben que quien está del otro lado puede ser o no quien dice ser. Esto es independiente del desarrollo de la charla.
Precisamente el término en inglés “chat” significa conversación amistosa e informal. La necesidad de creer, de confiar en el otro se encarga de asegurar la progresión de la relación que, como hemos visto, tiene rasgos literarios.
Las ciudades son percibidas como territorios inseguros, los espacios públicos de encuentro se reducen y las posibilidades de conocer a personas ajenas al círculo de allegados son pocas. La soledad es acompañante habitual de muchos urbanitas que recorren la ciudad sin cruzarse nunca con miradas ni voces amigas. En algunos casos el ambiente de violencia, factor de aislamiento y de disgregación social que no podemos dejar de considerar, acentúa las dificultades, pero no es el único motivo, ni siquiera el principal. Muchos vivimos atrapados por nuestros miedos e inseguridades que hacen que sintamos que la presencia del Otro interpela permanentemente nuestro ser. Y no nos gusta. No es de extrañar entonces que en los chats sea muy frecuente encontrar personas buscando interlocutores que les permitan librarse del monólogo interior (o incluso el silencio) en el que transcurre una parte importante de sus vidas. En la Red siempre habrá alguien con quien relacionarse. No importa el momento, no importa el lugar. Buscar, encontrar a otro del que sólo tenemos indicios de su ser a través de sus palabras, de la belleza o rudeza de su escritura. Voces sin sonido, conversaciones sin sonrisas ni gestos que aligeran momentáneamente la angustia provocada por el aislamiento, el dolor por la ausencia de un amor anhelado aún por conocer. Enamorarse de las palabras del otro, construir con ellas una imagen imprecisa a la que evocar en los momentos de ensueño. Idealizar esa imagen, incorporarla a la propia realidad hasta que hacerla alcanzar una presencia casi física, capaz de suplantar el verdadero aspecto, la verdadera personalidad del ser amado. Sobre el poder de seducción de la palabra escrita pueden testimoniar generaciones enteras de mujeres y hombres enamorados, ricos y pobres, cultos o iletrados. Al calor de poemas y cartas de amor han crecido pasiones memorables y amores anónimos. Verbos floridos palpitando en el pecho de los amantes, siempre aguardando una nueva carta, un nuevo verso. La ansiedad de la espera, el palpitar del corazón agitado al abrir el sobre, el rugor del papel perfumado, la emoción y la intensidad de cada palabra reflejada en el trazo de la escritura, de todo esto y de algunas otras cosas estaban hechos los romances epistolares anteriores a la popularización de Internet.
Si bien los textos escritos en una pantalla electrónica carecen de las marcas personales de una carta manuscrita y difícilmente revisar el buzón electrónico consiga provocar una sensación equiparable a la que produce rasgar un sobre de papel al abrir la carta de un ser amado, el correo electrónico y el chat revitalizaron y resignificaron las relaciones amorosas a distancia.
En Internet las consecuencias inmediatas de las palabras y de las acciones son poco visibles. La opacidad de la pantalla genera en muchas personas una desacostumbrada desinhibición que les permite decir-hacer aquello que difícilmente dicen o hacen habitualmente. El anonimato y la ausencia física del otro permite mostrar sin "riesgos" aparentes, pliegues de uno que se acostumbra ocultar en la vida cotidiana.
En las relaciones en la Red, los interlocutores pueden llegar a un nivel de intimidad y confianza que facilita que se cuenten cosas que no suelen compartir con sus amigos o familiares más cercanos, lo cual no implica necesariamente compromiso afectivo, ni verdadera exposición. Ante la pantalla muchas veces cuesta recordar que del otro lado, en algún lugar del mundo, hay una persona de carne y hueso leyendo los mensajes, alguien que ríe, llora, goza y sufre como cualquier otro ser humano. Personas sin presencia física real con quienes en muchos casos se genera, pantalla interpuesta, un vínculo afectivo o la ilusión de un vínculo afectivo. En ocasiones se trata de afectos fugaces y pasajeros, otras veces el vínculo se afianza y adquiere la intensidad del amor.
La pantalla es un refugio eficaz para quienes huyen del compromiso o temen exponerse (a sus sentimientos, a la mirada de los otros, etc). Pero cuando la relación crece llega un momento en que se hace imprescindible la presencia física del otro, compartir risas y caricias, mirarse a los ojos, sentir la emoción de la cercanía. La pantalla, entonces, empieza a ser vivida como una celda.
Puede ser que las lágrimas del enamorado, jamás consigan manchar la pantalla de una computadora como manchan el papel de una carta de amor, pero el dolor es idéntico.
La opacidad de la pantalla facilita la mentira. En los sitios de búsqueda de parejas, en el correo electrónico, en el chat, se fabula y se miente habitualmente. Son muchos y muchas quienes ingresan a Internet provistos de diferentes máscaras, pero las máscaras no están en la Red, las creamos y las llevamos nosotros. Nos las ponemos voluntaria o inconscientemente. Internet, al igual que otros medios de comunicación, marca las pulsaciones de la sociedad en la que se desarrolla. Formamos parte de una civilización constructora de máscaras en la que el ser suele confundirse con el parecer ser. ¿Miedo a ser rechazados? ¿Búsqueda de nuestro verdadero rostro? Lo cierto es que la suplantación o el fingimiento de la personalidad es una posibilidad implícita en todo acto comunicativo. Después de todo, convengamos que no existe sistema de comunicación, desde la palabra hablada hasta la más sofisticada herramienta de representación digital que no lleve en su propia naturaleza la posibilidad de la mentira, si una cosa no puede usarse para mentir, en ese caso tampoco puede usarse para decir la verdad: en realidad, no puede usarse para decir nada.
Identidades desdibujadas, negadas, irreconocidas, vapuleadas, hombres y mujeres incómodos en su propia piel viven escondidos en un disfraz. Cuando uno más intenta "parecer ser” más padece su propia existencia y más sufre. Millones de personas participan cada noche, cada día en un gran baile de máscaras en Internet, intercambiando compañía, disfrazados con los más diversos trajes, interpretando roles estereotipados. Hombres exitosos, inteligentes, sinceros, trabajadores, simpáticos, leales y mujeres osadas, tímidas, recatadas, enamoradizas, cariñosas, independientes interpretan a aquel que el otro, quien sea, desea encontrar. Detrás del teclado y la pantalla, construyen una realidad (de ficción) llena de amistad y de amor siempre renovados, en la que muchas veces no faltan los desaires, las insolencias, las decepciones y los enojos propios de las relaciones humanas.
En el chat entre personas que no se conocen personalmente llevar o no llevar puesta una máscara es totalmente irrelevante pues el sólo hecho de que exista la posibilidad de que el disfraz pase desapercibido hace que se disuelva la distancia entre lo verdadero y lo falso. De hecho, el anonimato permite que a veces el mejor disfraz sea nuestra verdadera personalidad. En un chat nunca podemos saber si quien está detrás de la pantalla es quien dice ser, sólo sabemos lo que nos muestra ser, que no es necesariamente lo mismo. Todas las transgresiones son imaginables, todas las suplantaciones son posibles.
Ponerse una máscara, entrar en un chat, buscar en un sitio de contactos a la mujer o al hombre “soñado”, intentar iniciar una relación amorosa o sexual sin que de verdad importe el rechazo. Siempre ha sido más fácil hablar desde detrás de la pantalla, en especial en el amor.
Aunque muchas personas no lo sepan (o no lo asuman), desde los años ochenta es común encontrar programas de este tipo en chats y en otras comunidades de conexión basadas en la comunicación textual.
La pantalla y el teclado de la computadora seguramente no son el mejor camino para buscar el amor o la amistad, pero quizás ofrezcan el sendero menos escarpado e incluso el único posible para miles, millones de personas
Hay personas que se refugian en la pantalla, así se sienten protegidos de sus propios miedos y de sus inhibiciones. El otro les resulta hostil, inabordable, pero rara vez lo dicen, rara vez lo admiten. Intentan esconder sus temores en razones de todo tipo que terminan hablando de ellos mismos más de lo que sospechan. La pantalla de la computadora puede verse como un espejo que nos devuelve una imagen amplificada de nuestras capacidades y de nuestras carencias, haciéndonos sentir poderosos hasta la omnipotencia o pequeños e insignificantes hasta la angustia. En la pantalla, buscamos respuestas sobre aquello que somos y deseamos o tememos ser, sin darnos cuenta que lo que nos devuelve es una imagen deformante que, apartándonos de la mirada del otro, sólo nos dice lo que creemos ser. Y cuando nos dice algo que no nos gusta, podemos apagarla sin que ello represente un conflicto o pérdida significativa, al menos en lo inmediato.
Difícil es que un amor moldeado con reflejos de la propia imagen resulte de utilidad para librarse de la angustia que persigue y consume en la soledad del desamor. Muchos consiguen vivir largo tiempo escondidos en la ficción de la imagen reflejada por el espejo, que reafirma aquello que desean ver. Otros, en cambio, no consiguen escapar de la verdad no deseada en la que viven y cuando se miran en el espejo encuentran el reflejo de aquello que les espanta.
El tecnosexo, última expresión del rechazo a la corporeidad, simboliza la paradoja existente entre la búsqueda desesperada por escapar de la angustia y el establecimiento de barreras cada vez más sólidas entre los seres humanos. El sexo por computadora es limitado y limitador. Una curiosa y sofisticada forma de onanismo tecnificado que se encuentra muy lejos de representar una solución sensible (legítima y verdadera) a la soledad y al aislamiento. La simulación digital más perfecta, más completa, cualquiera sea la sofisticación técnica de los dispositivos de percepción sensorial utilizados para acceder a ella, no alcanzará nunca a romper los límites que establece el procesador informático, no dejará de ser una ilusión sensorial capaz sólo de generar sensaciones temporales de plenitud, dejando detrás de sí, una vez terminada la experiencia, una estela de absoluta desolación. El tecnosexo, síntoma de la negación de la animalidad de la carne, del temor al propio cuerpo (y al del otro), cualquiera sea la forma que adopte, implica la abolición del cuerpo de los amantes. La máquina electrónica, incapaz de toda ternura y de toda seducción, es un imposible sustituto del cuerpo en el juego amoroso, una compulsiva prolongación de una idea represiva de la sexualidad; dentro de cierta visión masculina de la intimidad heterosexual constreñida, bajo la supremacía de la genitalidad. Hay autores que especulan acerca del atractivo erótico de la computadora y anuncian la aparición de una relación simbiótica con la tecnología. Sublimación mucho más profunda de lo que pudiera indicar el carácter desmesurado y superficial de gran parte de los discursos sobre el sexo virtual.
Hay quienes sostienen que en ciertos casos las diferencias entre los cuerpos “electrónicos” y los cuerpos humanos parecen deberse sólo a una cuestión de ancho de banda. Desde esta discutible perspectiva, añaden que bastaría incrementar el ancho de banda utilizado en las comunicaciones para que tales distinciones disminuyan. Completada la anunciada simbiosis con la máquina, se afirma que el ser abandonará definitivamente la materia que lo compone, pretendiendo ignorar que toda experiencia vital tiene su origen y final en el cuerpo.
Cuando se mantiene a lo largo de un tiempo una relación con alguien a través de Internet, se genera, en numerosas personas, una sensación de cercanía, de proximidad, de la que van surgiendo los primeros indicios de un sentimiento que muy pronto se identifica con el amor. Al principio la sensación es tan intensa, tan real que se vive como una bendición, hasta que, poco a poco, imperceptiblemente, a medida que aumenta nuestro amor y con él la necesidad de la presencia del ser amado, el desarraigo físico empieza a hacer estragos en el alma, y el dolor por la ausencia avanza, imparable, hasta llegar a ser lacerante. En ese momento, lo hemos señalado antes, empieza a hacerse imprescindible mirarse, tocarse, acariciarse, besarse.
En muchísimos otros casos el encuentro personal entre personas que se conocen por medio de algún servicio de Internet es casi inmediato, pues el único fin para establecer el contacto es concertar una cita (casi) a ciegas (romántica o sexual) con una posible pareja a la que desear y/o amar, al menos durante unas horas. En este tipo de encuentros lo único que cuenta es la atracción física inicial. Son relaciones que apenas dejan marcas.
Diferente es cuando se produce el encuentro entre dos personas que han hecho crecer su relación en Internet. La voluntad de amar empuja depositar en el ser amado expectativas desmedidas que pocas veces corresponden a la persona de carne y hueso que, llegado el momento tan esperado, un día conocerá físicamente. El riesgo es que la imagen idealizada, fetichizada del otro, la imagen construida como incubadora del deseo, se desmorona fácilmente al ser confrontada con la realidad. La mirada, la sonrisa, los gestos y los olores del otro revelan con irrefutable contundencia que allí donde había envolventes palabras de seducción, de desafío y de cariño existe una persona con sus atractivos y debilidades, sus necesidades y sus limitaciones.
Cuando el velo protector de la pantalla se desvanece de nada sirven ya las palabras que con tanto cuidado fueron construyendo la relación. En el momento de enfrentarse a la presencia apabullante de los cuerpos el aspecto físico reaparece en todo su dramatismo, condicionando muy seguido la viabilidad de las relaciones que crecieron en el ámbito seguro, protegido, controlado de la computadora. La imagen proyectada, idealizante e idealizada de uno mismo rara vez responde a las expectativas del otro, que desilusionado, desorientado por la brecha entre lo esperado y lo hallado se resiste a aceptar que se trata de la misma persona. Sucede en ocasiones que los enamorados en red se sienten inhibidos ante aquel extraño que les habla y les sonríe como si se conocieran desde hace años. Sucede también que la primera mirada revela, otras veces, complicidades propias de una intimidad larga, venida de muy lejos. Fuera de la pantalla todo comienza a cambiar. Los tiempos son otros, las intensidades son otras, los sonidos son otros, el decir en el habla adquiere una nueva, reveladora dimensión.
Cuando los cuerpos empiezan a saberse cerca nada puede ser igual. Las máscaras se recolocan, cambian de densidad y de forma, a veces caen y dejan ver rostros asustados o desafiantes, dejan ver alegrías y ternuras y no esconden los enojos a quien sepa verlos, muestran amor y a veces rechazo.
Una vez consumado el encuentro aún cuando sea reafirmando el amor, la relación en la pantalla no volverá a ser la misma. Las palabras adquirirán otros sentidos, las viejas máscaras perderán su eficacia. El encuentro habrá marcado el final de lo viejo para dar lugar a algo nuevo, el descubrimiento de un amor apenas vislumbrado en aquellas palabras primeras que un día intercambiaron a través de computadoras.
La pantalla actúa como un filtro entre nosotros y la realidad que, en demasiadas ocasiones, nos impide percibir lo que nos rodea. Acostumbrados a ver el mundo a través de pantallas electrónicas, cada vez nos cuesta más ver a nuestro lado, mirar a nuestros semejantes.
En las relaciones en Internet se produce una sensación de extrañamiento con el propio cuerpo de la que cuesta desprenderse. Alimentada por un imaginario propio, en la Red la propia intimidad conforma parte de un espectáculo del que no siempre es fácil desvincularse. Así, separados físicamente de la pantalla es posible continuar atrapado por los personajes de la ficción verdadera (o presuntamente verdadera) que se construye en la red con palabras y deseo. Verdaderos mitos contemporáneos de uso individual.
En las relaciones en Internet existe temor a la pantalla vacía. Las pausas, las respuestas no inmediatas son percibidas como algo negativo, como si toda ausencia provisoria en la pantalla anunciara un alejamiento definitivo. Sin lugar para el silencio, en la Red la comunicación con el otro pareciera ser proporcional al número de bits (unidad de medida del volumen de información almacenada por una computadora) intercambiados, indiferentemente al contenido de los mensajes. Perversa traslación de la teoría matemática de la información a la práctica de la seducción amorosa.
El chat, el email, las mensajerías electrónicas, los foros de discusión, no pueden reemplazar una relación cara a cara, pero pueden ser el medio para empezarla. La Red es pródiga en historias de encuentros. Muchas otras veces se producen desencuentros. Como fue siempre, como será siempre, en Internet o fuera de Internet.
En poco tiempo, una pareja que se haya conocido por chat dejará de ser motivo de comentarios o cuanto menos de sorpresa, del mismo modo que hoy a nadie le resulta extraño conocerse en una discoteca, en la universidad o en otros lugares.
Sin afectividad, sin considerar su existencia, su importancia primordial, no hay teoría sobre la comunicación humana que pueda sostenerse ante el más mínimo análisis. Tampoco cuando se trata de explicar la comunicación mediatizada por ordenadores. Al fin y al cabo, del otro lado de la Red, de un modo u otro, siempre hay un ser humano, incluso si nuestro interlocutor es un programa de inteligencia artificial.