miércoles, 24 de junio de 2009

Cuando se mantiene a lo largo de un tiempo una relación con alguien a través de Internet, se genera, en numerosas personas, una sensación de cercanía, de proximidad, de la que van surgiendo los primeros indicios de un sentimiento que muy pronto se identifica con el amor. Al principio la sensación es tan intensa, tan real que se vive como una bendición, hasta que, poco a poco, imperceptiblemente, a medida que aumenta nuestro amor y con él la necesidad de la presencia del ser amado, el desarraigo físico empieza a hacer estragos en el alma, y el dolor por la ausencia avanza, imparable, hasta llegar a ser lacerante. En ese momento, lo hemos señalado antes, empieza a hacerse imprescindible mirarse, tocarse, acariciarse, besarse.
En muchísimos otros casos el encuentro personal entre personas que se conocen por medio de algún servicio de Internet es casi inmediato, pues el único fin para establecer el contacto es concertar una cita (casi) a ciegas (romántica o sexual) con una posible pareja a la que desear y/o amar, al menos durante unas horas. En este tipo de encuentros lo único que cuenta es la atracción física inicial. Son relaciones que apenas dejan marcas.
Diferente es cuando se produce el encuentro entre dos personas que han hecho crecer su relación en Internet. La voluntad de amar empuja depositar en el ser amado expectativas desmedidas que pocas veces corresponden a la persona de carne y hueso que, llegado el momento tan esperado, un día conocerá físicamente. El riesgo es que la imagen idealizada, fetichizada del otro, la imagen construida como incubadora del deseo, se desmorona fácilmente al ser confrontada con la realidad. La mirada, la sonrisa, los gestos y los olores del otro revelan con irrefutable contundencia que allí donde había envolventes palabras de seducción, de desafío y de cariño existe una persona con sus atractivos y debilidades, sus necesidades y sus limitaciones.
Cuando el velo protector de la pantalla se desvanece de nada sirven ya las palabras que con tanto cuidado fueron construyendo la relación. En el momento de enfrentarse a la presencia apabullante de los cuerpos el aspecto físico reaparece en todo su dramatismo, condicionando muy seguido la viabilidad de las relaciones que crecieron en el ámbito seguro, protegido, controlado de la computadora. La imagen proyectada, idealizante e idealizada de uno mismo rara vez responde a las expectativas del otro, que desilusionado, desorientado por la brecha entre lo esperado y lo hallado se resiste a aceptar que se trata de la misma persona. Sucede en ocasiones que los enamorados en red se sienten inhibidos ante aquel extraño que les habla y les sonríe como si se conocieran desde hace años. Sucede también que la primera mirada revela, otras veces, complicidades propias de una intimidad larga, venida de muy lejos. Fuera de la pantalla todo comienza a cambiar. Los tiempos son otros, las intensidades son otras, los sonidos son otros, el decir en el habla adquiere una nueva, reveladora dimensión.
Cuando los cuerpos empiezan a saberse cerca nada puede ser igual. Las máscaras se recolocan, cambian de densidad y de forma, a veces caen y dejan ver rostros asustados o desafiantes, dejan ver alegrías y ternuras y no esconden los enojos a quien sepa verlos, muestran amor y a veces rechazo.
Una vez consumado el encuentro aún cuando sea reafirmando el amor, la relación en la pantalla no volverá a ser la misma. Las palabras adquirirán otros sentidos, las viejas máscaras perderán su eficacia. El encuentro habrá marcado el final de lo viejo para dar lugar a algo nuevo, el descubrimiento de un amor apenas vislumbrado en aquellas palabras primeras que un día intercambiaron a través de computadoras.

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